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Pablo Neruda

El 23 de septiembre de 1973 -doce días después del golpe de estado del traidor Augusto Pinochet- falleció en la clínica santiagueña de Santa María el diplomático y escritor Pablo Neruda; contaba sesenta y nueve años y dos antes había sido premiado con el Nobel de Literatura. Transcurridas cuatro largas décadas, y después de una compleja investigación, reclamada con insistencia, por los partidos de izquierda, el Ministerio de Interior avanza una tesis que, si bien confirma viejas sospechas, ha causado una convulsión en los ámbitos políticos, sociales y culturales de Chile. El autor de Confieso que he vivido, según un informe filtrado a distintos medios americanos y europeos “no murió a consecuencia del cáncer de próstata que sufría, sino que resulta claramente posible y altamente probable la intervención de terceros”. Avalan esta información las declaraciones del juez que instruye la causa, que señaló que “siempre hemos estado en la idea de que hubo algo extraño. Tenía cáncer, sí, pero no estaba agónico ni en fase terminal”. Las complicaciones de su estado de salud surgieron a partir de una inyección -se habló de un calmante- que aceleró su final en menos de seis horas. Mario Carroza reconoció que, en la autopsia practicada al cadáver, tras su exhumación en 2013, se hallaron restos de una bacteria -estafilococo dorado- “ajena a los tratamientos anticancerosos y altamente tóxica si se la manipula”.

Una última prueba forense fijará las circunstancias reales de la muerte del escritor que, según distintas fuentes, había aceptado presidir un Gobierno democrático en el exilio, posiblemente en México, para denunciar ante el mundo la violenta rebelión que costó la vida al presidente constitucional Salvador Allende, promovida por el déspota que, durante diecisiete años, comandó una dictadura inclemente y opaca y que, pese a la posterior recuperación de los derechos y a la constatación de sus crímenes, murió “tranquilamente en su cama” y rodeado de su numerosa, orgullosa y enriquecida familia. La restitución de la verdad y la memoria histórica de un periodo trágico supone un notable espaldarazo moral a la consolidada democracia chilena que ha permitido Gobiernos de distinto signo y una saneada economía y que, además, en el año de su centenario, recupera la dimensión colosal de Pablo Neruda, que unió a su gloria poética un firme compromiso con las libertades, como demostró en la España de la Guerra Civil y en su Santiago ensangrentada de 1973.