después del paréntesis

Canary Wharf

En su descenso desde Londres hasta la Patagonia y el sur de Chile, contó el gran escritor inglés Bruce Chatwin que, antes de llegar al lugar en el que su tío abuelo Charlye Milward el Marino se topó con la piel de lo que dijo ser milodonte, subió al lago Buenos Aires, en los Andes argentinos. Lo relató en su primer y extraordinario libro, ese que lo hizo acceder a uno de los registros más primorosos e intensos de la última narrativa de Europa, que es los libros de viajes, y se llama En Patagonia. De manera que bajó desde la Capital Federal en autostop o en transportes comunes y llegó allí, porque le interesaba husmear en todo el territorio. Quiso comer algo sólido y descansar. Para ello entró en una venta que ahí se divisaba. La describió: dos estancias, una en la que se vendía toda clase de útiles, víveres, refrescos, alcohol, comida, ropa, calzados, combustible… y otra en la que, en unas mesas comunes y mal dispuestas, se servía comida. Se refirió también a quienes regentaban el lugar: un padre airado y más bien antipático y un hijo al que el progenitor no trataba especialmente bien. Pasó, se sentó, comió y se interesó, como hizo en todo el recorrido, por aquellos personajes. Conclusión: José Rodríguez Díaz, natural de El Amparo, Icod de los Vinos, isla de Tenerife. Y uno se pregunta cuando lee esas páginas ¿qué demonios pintaban aquellos dos paisanos allí? Canarios, es la respuesta. Y me ocurrió otro tanto de lo mismo cuando leí la Jornada de Omagua y El Dorado, de Francisco Vázquez y Pedrarias. Ocurrió que en la rebelión del gran loco y rebelde Lope de Aguirre y sus compinches, en plena Amazonía, se dispusieron a matar al representante real correspondiente. Lo atraparon, uno lo tomó por los brazos en la espalda, el pecho le quedó al descubierto y el asesino atravesó la espada por el corazón. Con tan poca fortuna que el acero atravesó el cuerpo del ensartado y se clavó en el otro corazón, en el del que lo sujetaba. El nombre no lo tengo a mano. Sí recuerdo la procedencia: La Palma. ¿Qué demonios hacía aquel hombre allí? Canarios. Digamos que dos cuestiones nos dominan inevitablemente por ser insulares: vivir atados a la placenta de la madre con el temor a salir o hacer caso a la llamada impetuosa de la inquietud. Por lo segundo, si apenas cincuenta kilómetros cuadrados en lo exclusivo, millones en la deriva. Así es que es posible encontrar a paisanos nuestros en los lugares más insospechados del mundo, de China a la Punta del Este del Uruguay. Y siempre hemos pensado que tal actitud es lo que nos representa en el mundo: el que hemos salido. Mas no lo creo del todo. Por eso me gusta pasear por la rivera del Támesis, en Londres, en la Isla de los Perros, en el barrio de Tower Hamlets, en los Docklands, en el que veo repetido un nombre que todo londinense conoce: el Canary Wharf, el Embarcadero Canario. ¿Qué demonios pinta semejante estampa allí, en uno de los lugares centrales de los negocios de Londres, del Reino Unido y de la Europa entera, el lugar en el que se encuentran los tres edificios más altos de la capital? Digamos que si los ingleses anduvieran con tiquismiquis como por lo general andamos los españoles y no digamos los canarios, el albedrío de la potestad, de la opulencia, etc., etc. habrían borrado ese emblema. Pero si por algo reconocemos a los británicos es por su solemne respeto a la historia, a lo que fueron. Y fueron un país que se rindió en su tiempo a Canarias, de donde traían frutas, vinos y otros primeros. Con un muelle específico para tal fin: el Canary Wharf, que aún se recuerda y se recordará por los siglos de los siglos. Luego, quiérase o no, eso somos; o porque nos aceptamos como tales o porque otros nos han descubierto.