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Duplicidad – Por Luis Espinosa García*

El rocoso y callado caserón levantaba sus paredes sin desentonar con el entorno, cerca de las placas con más piedras que arena, junto a otros edificios modernos. Cuando se pasaba al interior, o tal vez debería decir penetraba, pues el cambio de fuera adentro era más que evidente, se dejaba atrás el grito del mar, las gaviotas haciendo equilibrios en los cables del tendido telefónico y el olor salobre del agua del cercano océano. Ahora estábamos en un callejón oscuro que concluía, por un lado, en una estrecha escalera, y al otro, en una no menos comprimida salita con una mesa donde dormían, polvorientas, tres o cuatro revistas publicitarias junto a una maceta con un cactus que también parecía dormitar.

Al lado de la escalera se abría un minúsculo cubículo donde, al parecer camuflado con el resto del ancho pasillo, se hallaba un muchacho, casi un hombre, con un teléfono prácticamente soldado a su oído derecho ya que, mientras duró la charla con la representante que buscábamos, no se lo apartó ni un segundo de su oreja.

La joven que nos interesaba, rubia, linda y algo flacucha nos resolvió el problema tras una breve discusión en la que cada parte defendió sus intereses que finalizó de una manera asaz salomónica: vuelvan el próximo jueves. Volvimos al coche y emprendimos el regreso.

El miércoles siguiente llamé a mi compañero para que nos llevase de nuevo a la factoría. No, dijo de forma tajante. Mis súplicas, peticiones y ruegos obtuvieron siempre la misma respuesta: “No”. “Pero, ¿qué te ocurre? ¿Estás enfermo? Ten en cuenta que yo no conduzco”. “No y no”.

Finalmente confesó sus motivos: “Aún tiemblo de miedo cuando pienso en la vieja señora desgreñada y canosa que nos recibió. Tengo pesadillas angustiosas con ella. No quiero volver a verla. Y mi contestación será siempre la misma, no insistas”.

Aquella joven damisela de cabellos dorados, aunque fuese por efecto del peróxido de hidrógeno, ¿era una bruja? ¿Tal vez intentaba convencer a sus oponentes masculinos con su físico para terminar venciendo en la palestra? ¿O se trataba de una bella muchacha encerrada en el castillo de Barba Azul? ¿O a mi me hacía falta renovar mi colección de gafas? ¿Bruja o sirena? ¿Bella o bestia? ¿Quién de los dos vio la verdad?

Y después de tanto tiempo, las dudas nunca se han disipado ya que, al final, otros tomaron el mando de la cuestión y no volví por el viejo y rocoso caserón. Tampoco mi viejo amigo en el viaje inicial, volvió a pronunciar jamás palabra alguna sobre un moderno edificio junto al mar cerca de donde las gaviotas hacían equilibrios sobre los hilos del tendido telefónico.

*MEDICO Y MONTAÑERO