Sin ‘caucus’

Para ser elegido presidente (o presidenta) de los Estados Unidos, esto es, el país-estado más poderoso del planeta, se estima que hacen falta unos 65 millones de votos. Sin embargo, la carrera hacia ese cargo puede estar en manos de un porcentaje ridículamente pequeño de votantes en potencia muchos meses antes de los comicios. Son los famosos caucus de Iowa: el arranque de las primarias de los dos grandes partidos de los Estados Unidos que sirve, primero, para eliminar a buena parte de los aspirantes de uno y otro bando que apenas logran apoyos y, segundo, para marcar tendencias, como en los desfiles de moda de verano que se hacen en invierno. En estos caucus de 2016 el candidato republicano Ted Cruz ha salido vencedor al obtener aproximadamente el 0,079% de los supuestos votos que necesitaría para ser presidente, lo que se traduce en 51.666 votos, una miseria de recuento, sin duda, pero que genera un ruido mediático espectacular con ríos de tinta y saliva argumentando las victorias o derrotas -numéricas o morales- de unos y otros. Todo esto lo explica mucho mejor y en detalle hoy en El Mundo su enviado especial Pablo Pardo en un análisis que trata de hacernos comprender a los lectores la importancia de ese 0,079% de votantes de Ted Cruz o del porcentaje de los que apoyaron a Donald Trump o Marco Rubio, en el lado republicano, o los que apostaron por Hillary Clinton o Bernie Sanders, en el frente demócrata.

A la democracia norteamericana -la de USA- se la suele mirar con desdén desde la vieja Europa, incluida la arcaica España, aunque ya nos saquen unos cuantos siglos de experiencia en modelos democráticos. Se relativiza o, directamente, se desprecia un sistema así. Pero, claro, en un juego de espejos imposible vemos que aquí, en la tierra patria, hay muy poco por lo que enorgullecerse y quizás demasiado que envidiar. Aquello no es perfecto, por supuesto, pero lo de aquí es ópera bufa. Ojalá existieran los caucus de Palencia, Teruel o Pontevedra que depuraran candidatos, que hicieran necesario el puerta a puerta de los aspirantes, que obligara a mostrarse y a arriesgarse a unos y otros al escrutinio de unos ciudadanos; ojalá así nos quitáramos de encima a muchos que no se merecen, si quiera, tener la oportunidad de ser postulantes a nada. Porque visto lo visto estos días en España, este país, pese sus pitos y panderetas y ciudadanos chillones, no se merece lo que está ocurriendo. Hablo de país en forma abstracta -hacerlo de manera concreta como en Estados Unidos es imposible sin caer en otro caos- porque me da que los españolitos, en concreto y particular, empiezan a estar aún más lejos de la clase política y mira que era complicado distanciarse más.

Los candidatos de los partidos no dialogan, discuten, convocan ruedas de prensa en plan a ver si te pillo en un renuncio y, lo más sobrecogedor, hablan a unos ciudadanos que no los entienden. Iglesias, Rivera, Sánchez y Rajoy no dan la talla; unos menos que otros, pero los hechos demuestran que les interesa más jugar a emular un patético y cutre Juego de Tronos que hacer su trabajo –ya no aspiro que lo hagan bien, sino que lo hagan sin más. En todo este montaje quizás el que ha vuelto a demostrar menos coraje y mayor endeblez como líder es Mariano Rajoy, que se esconde a la espera del fallo del otro para ocupar su lugar. Es el cobarde del plantel. Pedro Sánchez sería el hombre de los pies de barro porque solo con voluntarismo no se consigue nada y si ni los tuyos creen en ti… Ambos deberían irse, dejar paso a otros porque han fracasado antes, durante y, seguramente, después de estas semanas de esperpento. En cuanto a Pablo Iglesias y Albert Rivera, el día en que se den cuenta de dónde están y cuál es el papel que le ha dado la historia y dejen de lado sus personajes, igual serían creíbles como alternativa en la cartelera de la política española. De momento, son solo parte del decorado peripatético de la penúltima función grotesca tras las elecciones del 20 de diciembre.

Mientras, en Des Moines -Iowa- ya se han quitado de encima, o empieza el camino para ello, a varios candidatos en los que no creen unos miles de vecinos. Aquí, no creemos en ellos millones y ahí siguen, agarrados al último tomo de George R. R. Martin.