DOMINGO CRISTIANO

No mates al padre

El malote de la conocida como parábola del hijo pródigo siempre me ha caído bien. Ya saben, el que pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde, la malgasta en flores de un solo día y luego, arrepentido, vuelve a casa. Es que lo miro, y me estoy viendo. Bueno, me veo a mí y veo a todos los que conozco.

Ese hijo soy yo y somos todos. Siendo realistas, no es del todo nuestra culpa: nos hicieron así. Cuando nos fabricaron, nos contagiaron sed de libertad y hambre de experiencias. Lo lógico es, pues, interpretar el mundo como un extraordinario reto que de repente se nos regala y al que hay que dar respuesta. Lo enfermizo es tenerle miedo.

No es de extrañar por eso que el chaval cogiera carretera y manta. Es lo que venimos haciendo los seres humanos desde que el mundo es mundo. Y si no, recuerden aquello del paraíso y la manzana, ese bello relato de ficción que ilustra que nacimos teniéndolo todo, incluso la posibilidad de saltarnos todas las vallas y de andar por libre.

Ése no es el problema. Lo malo es que para hacerlo haya que dar por muerto al padre. Cuando uno le pide la herencia antes de su último suspiro… es que ya no cuenta con él. Y ésa es la metedura de pata del malote. A su padre no le extraña que quiera recorrer mundo, aun a sabiendas de que dos mil traspiés tiene asegurados. El padre también es aventurero, el protagonista de la más grande aventura, en realidad.

El problema es romper con las propias raíces. Quien da por muerto al padre antes de que fallezca, tiene que inventarse una vida para encubrir semejante patraña. Y de una mentira nace otra más gorda, y otra más grande aún… y al final se encuentra uno que no sabe ya quién es. Cortó el cordón con su verdad y de resultas ha terminado en aborto.

Sin embargo, el malote está bien hecho. Tras probar el barro y revolcarse en la mierda, literalmente, de pronto recuerda cómo son los abrazos. Lo aprendió de su padre y esa sensación no se olvida nunca. Cada vez que sus pequeñas aventuras infantiles terminaban en tragedia, un abrazo de papá hacía de medicina. Por eso: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo”. En realidad, esas palabras tuvieron que esperar, porque primero fueron las lágrimas y los abrazos. Aquellos mismos abrazos.

Esta Cuaresma que ya casi acaba es una inmersión controlada en los barros y las mierdas de la vida de cada uno. Desde la sabiduría que da probar el mundo, sólo desde ahí, es desde donde se emprende el camino de vuelta hasta el lugar donde el Padre, bien vivo está, espera con los brazos abiertos. Ni reproches, ni altanería, ni enfados adolescentes, ni celos, ni cuántas veces y con quién… la Iglesia no entiende de reprimendas cuando un hijo vuelve porque necesita un abrazo. Aquellos mismos abrazos.

@karmelojph